La Palabra de Dios vendrá a nosotros que estamos en el desierto.
“En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene; bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.”
(Lucas 3:1–2)
Al meditar en este pasaje, deseo recibir las lecciones que Dios me da a través de él.
(1) La Palabra vino después de siglos de silencio
(a) Al reflexionar sobre las palabras: “Vino palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (Lc. 3:2), surgen tres ideas significativas:
(i) Primero, este fue el momento en que la Palabra de Dios rompió cuatrocientos años de silencio profético. Después de siglos sin revelación, la Palabra viva volvió a hablar—esta vez no en un templo ni en un palacio, sino en el desolado desierto.
Me recuerda a Amós 8:11:
“‘Vienen días —declara el Señor Soberano— en que enviaré hambre a la tierra; no hambre de pan ni sed de agua, sino hambre de oír las palabras del Señor.’”
Incluso en una época como la nuestra, cuando sermones, pódcasts y recursos en línea abundan como un torrente, siento que la profecía de Amós se ha cumplido. Estamos rodeados de información sobre la Palabra de Dios, pero hambrientos de oírla verdaderamente en el corazón.
En esos momentos recuerdo el himno “Te necesito a cada hora”:
“Te necesito a cada hora, oh Señor de gracia;
ninguna voz tan tierna como la tuya puede darme paz.”
En verdad, no hay mayor gozo que oír la voz de nuestro Señor.
(2) La Palabra vino en el desierto
(a) En segundo lugar, me conmueve el lugar donde vino la Palabra de Dios: “el desierto.”
(i) La palabra griega ἐρήμῳ (erēmos) significa “desierto” o “lugar desolado.” Este escenario árido no es casual; refuerza poderosamente el mensaje de Juan. Mientras las grandes calzadas de Roma mostraban el poder imperial, Juan se levantó en el desierto estéril para proclamar un reino más grande: el Reino de Dios.
Su ministerio cumplió la Escritura: “Juan vino predicando en el desierto de Judea” (Mt. 3:1). Pero también simbolizó una separación de la corrupción del sacerdocio en Jerusalén. Las multitudes que salían de la ciudad para escuchar a Juan muestran que el verdadero arrepentimiento a veces requiere dejar los centros familiares de cultura y religión para encontrarse nuevamente con Dios.
En Lucas 3:2, los sumos sacerdotes Anás y Caifás representan esta corrupción espiritual. Anás, antiguo sumo sacerdote, persiguió a Jesús y a sus seguidores, mientras que Caifás, su yerno, conspiró para crucificarlo. En medio de tal decadencia religiosa, la voz de Dios no se oyó en el templo, sino en el desierto.
Y, sin embargo, paradójicamente, la Escritura enseña que el desierto suele ser el lugar donde la presencia y la provisión de Dios abundan.
Como dice una reflexión:
“En la Escritura, un ‘desierto’ (érēmos) es irónicamente también el lugar donde Dios concede ricamente Su presencia y provisión a quienes lo buscan. El Señor ilimitado se muestra fuerte en las escenas ‘limitantes’ (difíciles) de la vida.”
El desierto es donde Dios revela Su fuerza en nuestra debilidad. Allí aprendemos que “no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor” (Deut. 8:3). Por eso, debemos estar dispuestos—y a veces incluso con intención—a entrar en el desierto.
Es allí, ante la santa presencia de Dios, donde nos postramos, escuchamos Su voz suave y somos transformados. En la soledad y el silencio del desierto, nuestras almas se renuevan y cobran vida de nuevo.
Allí bebemos profundamente de los ríos de agua viva que fluyen de Jesús, nuestra Roca (Jn. 7:38).
Allí somos llenos nuevamente del Espíritu Santo.
Allí descubrimos que incluso el desierto puede convertirse en un lugar de gozo.
(3) La Palabra vino como un llamado
(a) Finalmente, la palabra que vino a Juan no fue simplemente una palabra de consuelo, sino una palabra de llamado.
(i) Lucas 3:4 cita Isaías 40:3:
“Voz del que clama en el desierto:
‘Preparad el camino del Señor;
enderezad sus sendas.’”
El llamado divino de Juan era preparar el camino para la venida del Señor, proclamando un bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados (Lc. 3:3). Su misión era preparar al pueblo de Dios para la salvación mediante el arrepentimiento y la renovación.
Así, Juan predicó en el desierto de Judea:
“Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt. 3:1–2).
(b) Al meditar en este llamado de Juan el Bautista, recuerdo también cómo el Señor me llamó a mí.
Durante el retiro universitario de 1987 de la Iglesia Presbiteriana Victory, a través del sermón del difunto Pastor Young-ik Kim sobre Juan 6:1–15, el Señor habló a mi corazón y me dio una misión.
Ese llamado permanece: meditar en Su Palabra viva día y noche, y compartirla con los demás.
Llamado imparable e interminable:
meditar en Su Palabra viva día y noche,
y compartirla con los demás.
Este es mi llamado.